Va lento el Guadiana a su paso por
Vila Real, sabe que en nada se despide de los pueblos y las gentes que lo han
acompañado desde su nacimiento. Le quedan unos cientos de metros para diluirse
en el mar, así que se entretiene en su final. Vila Real le ofrece su plaza
espaciosa, por si quiere tumbarse al sol. Pero no, el río sigue y Vila Real se
queda con las calles a cordel, la iglesia y sus adoquines blancos y negros bajo nuestros pasos.
Inicialmente un pueblito de
pescadores arrasado por el terremoto de Lisboa de 1755, fue reconstruido en su
totalidad con las ideas progresistas del Marqués de Pombal, el renombrado
político con mente de la Ilustración.
La villa está trazada a cuadrícula y con
ideas prácticas. La plaza, al centro, con un monolito que recuerda al rey José
I, y la Iglesia de la Encarnación en uno de los lados, está rodeada de manzanas
de casas, con estructuras parecidas, si bien las más cercanas a la iglesia
presentan un estilo más noble que el resto.
En los otros dos lados, están la
Casa de Cámara Municipal y la Casa del Cuerpo de Guardia, construcciones que
miran al obelisco y se recrean los días de feria con el mercadillo de “velharias”
plantado en la plaza una vez al mes.
Al borde del río se planearon varias
naves donde acoger y conservar los productos que traían los barcos, pues era
éste uno de los objetivos de la reconstrucción, convertir la villa en un centro
conservero que diera ocupación a la población, al tiempo que daba salida al
pescado de la zona. Esas naves tienen ahora otros destinos, con sus frentes
mirando al río y viendo pasar los variados tipos de barcos, muchos que se
dirigen a las playas, a la zona de marismas (un lugar protegido para descanso y
nidificación de aves migratorias) o tal vez únicamente desean acompañar al
Guadiana en su adiós.
Algo que llama la atención es que la
estructura reticular llamada “trazado
pombalino” -usada de igual forma en la Baixa lisboeta- tiene unas calles en
dirección Norte/Sur y las otras Este/Oeste, conteniendo 41 manzanas, todas edificadas
y mantenidas en su estilo original, lo que le presta a la villa un encanto
peculiar.
Si a esto le sumamos la rica gastronomía, la calidez portuguesa, el
clima agradable y la posibilidad de compras, no podemos sino estar motivados a
visitarla, pisando sin prejuicios los pequeños cantos portugueses, tan bien
elaborados, que parece imposible engalanen los suelos de pueblos y ciudades de
todo Portugal, una seña humilde pero inconfundible de la identidad del país.
Vila Real de Santo Antonio descansa al
sol, dialoga con el río y espera que pisemos sus calles en blanco y negro,
apaciblemente, solo por regodearnos en un lugar creado gracias al pensamiento
culto de una época que parece murió y no ha de volver.
Texto y fotos, Virginia