-No se puede poner la radio, que
el Señor está muerto.
-Si juegan en la plaza, no
griten, que el Señor está muerto.
Y así, una serie de
recomendaciones que acatábamos sin rechistar, tenían algo de misterio excitante, quizás hasta podíamos ser cómplices de algún
crimen sin saberlo, un pequeño aliciente repetido cada año en los Sábados
Santos de mi infancia pueblerina, remota y feliz.
Ya había ayudado a Catalina, la
sacristana (hermana de Pepe el Cartero, famoso en todo el pueblo y algo más lejos
por sus atributos viriles), a colocar las cortinas negras en los altares.
Tendría yo unos nueve o diez años y me subía con ligereza para tapar las
imágenes de La Concepción, la Virgen del Rosario, San José, la Dolorosa
(siempre en competencia con la de la Iglesia del Cristo: “No, esta es más
natural”, “Qué va, la otra sufre mucho, ¿no le ves las lágrimas?”), San Isidro,
o la propia Santa Catalina, preciosa imagen atribuida al imaginero Luján Pérez.
En alguna de esas aprovechaba
para rozar la reliquia de la Santa, incrustada en la rueda dentada con la que
el emperador Majencio quiso ajusticiarla. O miraba con detenimiento el puñal de
plata clavado en la Virgen de Dolores y la cabellera inmensa de la Magdalena,
estirada hasta la cintura, sobre un traje morado.
Lo más impactante era colocar
retamas floridas alrededor del ataúd forrado en plata, donde descansaba, entre
atribulado y sereno, Cristo Difunto, el que había sufrido por nosotros y por
eso le debíamos el respeto de no alegrarnos hasta que resucitara, total, poco
más de un día de silencio y mesura. Un tiempo que se nos iba volando, tal como
volábamos de casa en casa, de barranco en barranco, o de plaza en plaza, sin
peligros descubriendo el mundo cercano.
El olor de las retamas igualmente
me lleva en volandas a la niñez despreocupada, donde cualquier cosa podía ser
un misterio, y un encargo de los mayores, un paso hacia la madurez. Misterio y
madurez que nunca acaban de desentrañarse, será por eso por lo que nos atraen, igual los recuerdos, evanescentes como las florecillas blancas que
adornaban al Señor muerto, el de los días puros y silenciosos.