Como en los cuentos, érase una
vez una isla, hace miles y miles de años. Una isla que empezó pequeñita y se
fue construyendo a golpes de fuego y bocanadas de lava.
El viento, la lluvia, las
estrellas, el mar, el sol, eran fieles testigos.
A ratos se explayaba con fuerza
incontenible, otras fluía perezosa. En unas partes brillaba negrísima en los
basaltos consistentes; en otras, las pumitas se jactaban de sus colores ocres,
blanquecinos, amarillentos, cubiertos de alvéolos, poros de piel volcánica,
dejando un paisaje tan prodigioso como para seguir con los cuentos en cada una
de sus rocas, de sus perfiles, de sus oquedades misteriosas.
Aquellos testigos que aún
permanecen, los que lo acarician tanto con fuerza atronadora como con
delicadeza, han modelado un espacio cambiante, sugerente y más delicado de lo
que el volcán seguramente hubiera deseado.
Está ahí, al borde de nuestros
pasos, para sorprendernos una y otra vez, con sus formas caprichosas, tiernas
aunque ásperas, cálidas como el sur al que pertenecen. Habremos de mimarlas y
acariciarlas, igual que la lluvia y el viento que las vio nacer, hace tanto,
tanto, tanto.
Texto y fotos, Virginia