Se repantigó en el sofá y se metió a leer lo que tenía cerca.
Pasaron por sus ojos y manos, cómics, revistas, periódicos, libros atrasados y
otros recientes, programas de mano de la orquesta, un resumen de la reunión de
vecinos, la biblia que se había llevado de un motel, suplementos dominicales,
un par de cartas de aquel amante que se mordía las uñas después de cenar. No
contenta, sacó de los estantes libros de texto, folletos con anuncios, entradas
de teatro, cuentos manoseados que conservaba de la infancia, el Mundo de
Guermantes (el único Proust que nunca terminó), la última factura del teléfono,
un recetario regalo de su abuela, todas las letras de Leonard Cohen.
Comprobó que no tendría tiempo para leerlo todo, pues aún le
quedaban varios libros viejos que ni siquiera llegó a abrir y otros que hubiera
querido repasar. No contenta ante aquella nefasta posibilidad de no poder
llevar a cabo su proyecto, recordó al
personaje de El palacio de la luna, y en su memoria, formó unos cubos perfectos
con todo el material, encima les puso una buena capa acolchada, los forró de una
tela vivaz a prueba de manchas y los colocó junto a la pared como el mejor sofá
de diseño.
Al fin la mesa y las baldas relucían vacías, nada de papel
impreso, ni un pequeño ticket del parking enturbiaba los anaqueles.
En poco tiempo se olvidó de que había tenido algo atrasado
por leer, así pudo empezar a renovarse con libros, revistas, folletos, cuentos,
periódicos. Todo flamante, recién editado, un mundo nuevo donde solazarse como
nunca antes.