La isla que no solo nunca defrauda, sino que estimula a
volver en una y otra ocasión, la de montes y secarrales, la de barranqueras de
mareo y playas escondidas. La Gomera. De caseríos tan remotos que no sabes si
al llegar a ellos deberías quedarte eternamente.
Taguluche, con sus manantiales en lo alto. Tazo, de palmeras, dátiles y
miel. Arguamul, colgado entre riscos y paredes, la parte geológicamente más
antigua de la isla, con un par de concheros sobre la orilla. Viéndolo, piensas cómo
pudieron hacer los muros, las huertas bien asurcadas y las viviendas subiendo
la loma.
Tamargada, nombre para repetir como un mantra, mientras
paseas por las cuestas. Jerduñe, entrada a bancales, bancales y bancales hasta
llegar a la casa de Contreras, suntuosa, en medio de la nada.
Erques y Erquito,
diminutos bajo los riscos, entreverados después de caminar al filo del abismo.
Arguayoda, la belleza de lo simple echado sobre las chapas, silenciosa al final
de un largo recorrido. Benchijigua y Lo del Gato, a la sombra del Roque Agando,
majestuoso oteando el mar y la laurisilva umbrosa.
La Gomera, redonda, asombrosa, de barrancos y lomas, verde y
húmeda, seca y caliente. La Gomera, donde regresar con la certeza de que la
veré como la primera vez. Y si vamos en óptima compañía, mucho mejor.
Texto y fotos, Virginia