domingo, 17 de marzo de 2019

La Gomera






La isla que no solo nunca defrauda, sino que estimula a volver en una y otra ocasión, la de montes y secarrales, la de barranqueras de mareo y playas escondidas. La Gomera. De caseríos tan remotos que no sabes si al llegar a ellos deberías quedarte eternamente.







Taguluche, con sus manantiales  en lo alto. Tazo, de palmeras, dátiles y miel. Arguamul, colgado entre riscos y paredes, la parte geológicamente más antigua de la isla, con un par de concheros sobre la orilla. Viéndolo, piensas cómo pudieron hacer los muros, las huertas bien asurcadas y las viviendas subiendo la loma.




Tamargada, nombre para repetir como un mantra, mientras paseas por las cuestas. Jerduñe, entrada a bancales, bancales y bancales hasta llegar a la casa de Contreras, suntuosa, en medio de la nada. 







Erques y Erquito, diminutos bajo los riscos, entreverados después de caminar al filo del abismo. Arguayoda, la belleza de lo simple echado sobre las chapas, silenciosa al final de un largo recorrido. Benchijigua y Lo del Gato, a la sombra del Roque Agando, majestuoso oteando el mar y la laurisilva umbrosa.


La Gomera, redonda, asombrosa, de barrancos y lomas, verde y húmeda, seca y caliente. La Gomera, donde regresar con la certeza de que la veré como la primera vez. Y si vamos en óptima compañía, mucho mejor.






Texto y fotos, Virginia