Remedios del Carmen Menéndez, matemática
Llovía sin tregua desde hacía
dos días y Remedios del Carmen, atisbaba por la ventana de la sala la
verticalidad de las gotas, deseando que de una vez acabara la maldita tormenta
que le impedía realizar las gestiones pendientes. La más importante era
confirmar el estado de sus cuentas, pues aunque bastante cuantiosas, a ella
siempre le parecían estar a punto del naufragio.
Sentada junto a la ventana,
veía los gruesos goterones deslizarse por los cristales, creando entre ellos
unos caminitos con los que se entretenía de pequeña; era un juego siempre igual
y siempre distinto, pues las sendas del agua nunca eran como las anteriores y
ella, una ya espabilada chiquilla con ocho o nueve años, se iba formando toda
una teoría acerca de las variadas posibilidades que emergían de esos cruces de
senderos en un pequeño rectángulo transparente.
En aquel reducido espacio,
Remedios del Carmen supo de combinaciones y permutaciones sin que nadie se lo
explicara y allí se entretenía largo rato, absorta en los sutiles juegos de las
gotas. Razonaba acerca de la gravedad sin conocerla, de la intensidad o
debilidad de la lluvia, de los diferentes obstáculos del agua al tropezarse con
minúsculas rugosidades y los caminos alternativos que había de seguir hasta el
alfeizar de la ventana y luego hasta la calle.
Todos esos razonamientos le
sirvieron para entender más tarde –en su etapa de colegiala brillante y luego, profesora
competente- muchos planteamientos lógicos, las leyes de Mendel, las ondas de la
luz y hasta parte de la tabla periódica.
Pero ahora sus logros quedaban
atrás, los estudios sobre fractales, las investigaciones sobre álgebra, sus
éxitos como universitaria. Ahora su mayor preocupación era tener al día su
saldo y que ninguno de sus descendientes jugara con él a los juegos matemáticos
con que ella se entretuvo de pequeña y de mayor. Con aquella afición que luego
derivó en estudios serios, no iba a darles pie a sus hijos y nietos a que
hicieran variaciones, combinaciones o permutaciones a costa del caudal
económico que la vida le había deparado. Una cosa era la lluvia tras el cristal
y otra muy distinta las cuentas del banco.
Entre unas y otras cavilaciones, la tormenta al fin fue amainando, y nuestra mujer salió a la
calle, henchida de agua de lado a lado y con las gárgolas manando sobre las
aceras.
Justo en el cruce de una
calle, allí donde alguna vez se había entretenido contando las paralelas y los ángulos en paredes y de baldosas, resbaló, en una combinación de desequilibrio y derrape, una variación
en su metódica vida, una permutación inesperada.
Sus pensamientos económicos
rodaron por el suelo y se encharcaron de agua, lodo y sangre. La chequera voló
por los aires, el bolso fue arrastrado hasta la cuneta y a partir de ahí,
Remedios del Carmen Menéndez ya sólo pudo manipular las ruedas de su silla,
donde los radios intentaban contarle la magia del número Pi y las gotas de
lluvia, patinadoras sobre la cristalera del comedor colectivo, seguían jugando
a las matemáticas.