Era esta una mujer convencida de sus capacidades. Quiso
pilotar avionetas y allá iba, cruzando el cielo. Le dio luego por el tango y
pocas había que bailaran con su ritmo. Así las cosas, decidió pintar fachadas,
le atraían los colores y la pastosidad del material; no le costó nada meterse
en un arnés y colgarse de los edificios más grandes de la ciudad.
Cansada de
las alturas, se dejó convencer por la oscuridad de las grutas volcánicas y
bajaba a las profundidades con la naturalidad de quien lo ha hecho siempre,
buscando fuentes y manantiales subterráneos que le fascinaban desde niña. Tiempo
después, retomó los estudios de chino, largándose una temporada a no sé qué
ciudad donde practicó el idioma con la misma voluntad con la que hacía todo.
Allí se enamoró de un ciclista ucraniano, con el que fue a recorrer Mongolia
como si tal cosa.
Reluciente de vida, a la vuelta abrió una librería dedicada
solo a cómics (una de sus aficiones irrenunciables) y alternaba esa actividad
con ensayar en un coro, visitar ancianos, nadar una hora al día y recibir
clases de teatro japonés.
La encontré en la manifestación, tan llena de proyectos y de
vivencias, que me pareció un ejemplo delicioso para un ocho de marzo.
Y para cualquier día de cualquier año.
Texto y foto, Virgi
Para Tecla, siempre en mi recuerdo.