Después de tres décadas largas, volvimos al Barranco de Juan
López, allí donde habíamos encontrado a un personaje auténtico y especial, en su casita de cantos rojos sombreada por un
par de palmeras. Gracias a la admiración
que le profesaba el amigo Ángel Guanche, pudimos conocerlo.
Don Manuel Herrera en ese tiempo era un hombre alto, enjuto,
conversador conciso, que se alimentaba con papas, cebollas y un poco de pescado
salado, así como leche y galletas para desayunar y cenar, todo muy espartano a
sus ochenta y dos años.
Vivía solo en aquel vallecito luminoso, cortado al medio por
un soberbio barranco, de paredes verticales que se vislumbraban desde su casa,
y desde donde también se veía La Gomera, flotando entre el mar y las nubes,
azul, gris, oscura en la lejanía.
Con una ligereza tremenda, subía unas lomas y luego se dejaba
caer de huerta en huerta, para demostrarnos su habilidad con la lanza. Así nos
llevó cerca de La Fortaleza de Masca, para que viéramos las pruebas fehacientes
de sus antepasados, los guanches. Unos guanches a los que mostraba gran respeto
y así fué como nos indicó la llamada “quesera” y la cueva cercana que, según
sus palabras, contuvo numerosos restos. Imponía oír sus cuentos
acerca de un mapa enorme que le habían robado, “tan grande, que estirado en la
era, se la cogía casi toda”, o del recuerdo que tenía de sus ascendientes,
pobladores de un lugar enriscado donde “ni la Guardia Civil se atrevía a venir
porque para nosotros eran como los conquistadores”.
En algún momento de su vida fue a Cuba y también visitó Nueva
York, sobre la que se hacía una buena reflexión, asombrado de los rascacielos:
“¿Y esta gente, de dónde saca la comida?”. Y otra acerca del poder económico:
“Allí estaba todo el oro del mundo”.
Bajaba de cuando en cuando a Buenavista, donde tenía una
hija, pero “a mí lo que me gusta es esto aquí”.
Atardecía y nos llevó a una cueva cercana: “Es que mi casa
está mal tráida, en la cueva con unos junquillos pueden dormir mejor”.
Don Manuel Herrera ya no está, pero al entrar en su casa -ahora abandonada- y descender hasta el cauce
del barranco, donde los sauces tapan el agua y solo se oye el rumor entre las
piedras, la atmósfera del lugar nos traía su apostura, sencillez y pensamientos.
Las magarzas, los relinchones, las lavándulas, las gamonas, los espléndidos
cerrajones, parecían saludarnos de parte suya. Así nos lo tomamos, como una
evocación de un personaje admirable, sano de cuerpo y mente, dispuesto a
enseñarnos que la vida es más de lo que creemos y menos de lo que añoramos.
Texto y fotos, Virgi, excepto las de blanco y negro, de Ángel Guanche.
Marzo 2018