Duermen las casas a la sombra de las palmeras, las arrullan las tabaibas y el rumor de los manantiales. Ya nadie toca en sus puertas, ni se agitan las cortinillas en las ventanas. Llora la ladera sin niños que la recorran. No están tampoco los perros que ladraban ni las cabras saltando riscos. Sólo el roque se mantiene impasible mientras las casas duermen. Y cuando entro al valle, contemplando las higueras, los almendros, las paredes y las huertas, algo en el alma me dice que esas casas dormirán ya para siempre.
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