Si cuesta
imaginar la vida en lugares alejados y con mínimas comodidades, cómo entenderla
en una pendiente volcánica de arenisca roja, donde las viviendas se incrustan
en los huecos como lapas en las piedras. Sorteando grietas y agujeros propios
de la pumita, escalones casi invisibles comunican unas con otras.
Y a veces, ni
eso, hay que ir de aquí para allá y de topete en topete, si quieres visitar el
poblado troglodita de Tagaragunche, delicioso topónimo que nos retrotrae a
tiempos aborígenes, cuando el pueblo gomero aún no era ferozmente dominado por
los Condes de la isla, a finales del s. XV.
En la pequeñez de los interiores nos vemos extraños, imposible imaginar nuestra vida actual en espacios tan ínfimos. Pero algo trascendental poseen estas viviendas: unos muros de piedra con toda la pinta de ser poyos de cocina, un lugar de lumbre, calor, comida y convivencia. Ese lugar que llevamos todos en un rinconcito del alma, de donde nacen unas manos revolviendo el potaje, friendo rosquetes o esperando que brinque el café, cuando algún botón desconocido nos enciende la luz de los recuerdos. Un poyo como centro del hogar, ya sea en una cueva primordial o en la más moderna de las construcciones.
El fuego que
levantó estas islas también supo hacerse pequeño para propiciar encuentros en torno
a un caldero, una escudilla o un barreño. Y en las abandonadas casas de
Tagaragunche crepita todavía la llama ancestral que iluminó piedras y gentes,
imbricadas unas y otras sobre la ladera de una montaña.