¿Qué importa
el tiempo ni la tardanza si te esperan Cuevas Blancas? No te acobardes
porque el camino sea extenso, no, es hermoso, como siempre son los
caminos que trazaron los antiguos.
Sube primero desde Las Casetas una vereda zigzagueante, tenazmente empedrada, hasta alcanzar los Altos de Uteza. Ahí podrás ver Enchereda y otro de los barrancos majestuosos de La Gomera, de tantos que la parten casi hasta el fondo, aunque milagrosamente se mantiene entera a pesar de esos tajos descomunales.
Viene luego Laguerode y un trecho mesetario desde donde se divisan derruidos bancales y palmeras sedientas. Al sendero aún le falta, y mucho, debe pasar el horno y las casitas de Jaragán, infinitas huertas de pajullos dorados con maripositas blancas, cuervos, perdices alocadas, aguilillas huidizas, lagartos curioseando entre las piedras.
Luego un pasillo estrecho al borde del Risco que atraviesa
un pinar joven, a ratos llano, a ratos escalonado. Y todavía falta, sí, falta
un buen pedazo de pumita erosionada, amarilla, ocre, marrón, con líquenes
alimentados por los vientos alisios, tan generosos con la naturaleza isleña.
Tranquila, ya te acercas a Cuevas Blancas, un pequeño poblado con varias viviendas exentas y otras horadadas en la tosca blanca, de ahí su nombre. Habitadas hasta hace unas decenas de años en un paraje solitario asocado bajo los riscos, volverás a asombrarte de la capacidad del ser humano para vivir en cualquier lugar por inhóspito que pueda resultar.
Después de
esto, no te importará ocupar más tiempo y más tardanza en el regreso,
entretanto bajas pendientes, cruzas barrancos, subes repechos. Solo pensarás en
Cuevas Blancas, remota morada de seres aguerridos que ya no existen, ni
allí ni en ningún otro sitio.
Gracias a Mariquilla Chinea y a Manolo, inmejorables guías.
Texto y fotos, Virginia