Clara Bianchi, bailarina
Ya antes de nacer, su madre decía: “¡Esta
criatura no para, todo el día brincando aquí dentro!”. Tal cual, de bebé movía
su cuerpecillo con cualquier música que sonara alrededor, a los cuatro empezó
en ballet, a los ocho, de tutú y lentejuelas, hizo de cisne. Con doce, dominaba
las posiciones y movimientos básicos.
A los catorce se hartó del ballet y se metió
en zumba; algo después quiso aprender tango y realmente lo hacía con
temperamento y autenticidad. Así fue pasando por rumba, flamenco, bachata,
vals, danza de salón. Con veintidós años se enamoró locamente de un bailarín
francés con el que se fue de gira por Europa, participando en concursos,
demostraciones, clases y todo tipo de actividades danzarinas.
Entre unas actuaciones y otras, aún tuvieron
tiempo de tener tres niñas, a las que llamaron Lasya, Mikoto y Terpsícore,
diosas de la danza en distintas culturas. El quinteto era imparable, bailaban y
bailaban como si les dieran cuerda cada noche, las pequeñas daban pasos
acertados desde su más tierna edad, mientras el padre les impartía clases de
claqué o vals, y la madre, de sirtaki, polka o el complicado tango.
Clara Bianchi era dichosa en aquella
familia, los problemas cotidianos se resolvían con facilidad y rapidez, para
dedicar todo el tiempo posible a su ocupación preferida.
Crecieron las niñas, dejaron el baile, se
fueron de casa. El marido abandonó la danza a raíz de una caída, se dedicó a la
agricultura ecológica y se lió con una suiza, vegana por más señas. A Clara
ninguna de tales cosas le afectó mucho. Había nacido para eso y en ello siguió.
Pero no todo es tan claro nunca, ni tan definitivo. Bastó un día una sesión en
un teatro que nunca había pisado, en una ciudad checa de nombre impronunciable,
para que se enamorara perdidamente de la tramoyista, una mujer que manejaba
cuerdas, botones, maderas, cortinajes y escenarios como nadie. Entre las
bambalinas, bastó una mirada entre ambas para que el fulgor hiciera brillar el
piso, las colgaduras y el foso de la orquesta.
Se besaron en el camerino, dos perfiles
alumbrados por las luces de los espejos. Se abrazaron largamente en el
descanso. Se amaron toda la noche en la suite del hotel.
Clara Bianchi dejó las actuaciones y se
dedicó a dar clases de danza. Compaginaba la enseñanza con la de colaborar en
los montajes de cualquier compañía artística que pasara por la ciudad, aunque
nunca logró entender bien cómo pudo una sola mirada cambiar su vida, de
bailarina voladora a grumete de teatro.
Texto y foto, Virginia