En los altos de Adeje y Guía de
Isora, un territorio amplio desde las medianías a la cumbre y cruzado por
varios barrancos, resulta fascinante cuando encontramos unas pocas casas solitarias
de piedra y tejas, muy alejadas unas de otras, con techo a dos aguas,
elementales construcciones de estancias mínimas, cañizo en el interior y algún
patio asocado a resguardo del viento.
Aprendí hace muy poco que por esos
pagos existió un tipo de explotación llamada “partidos de tierra y criazón”, donde
anduvieron – poco después de la
conquista y hasta mediados del s.XX- pastores de ovejas y cabras, sufridos
medianeros de pudientes señoríos, familias ocupadas en labores ganaderas y en
el cultivo de terrenos inmensos de cereal, y también, algo muy usual en esos
tiempos, la subida a lo alto buscando mejores pastos en tiempos secos.
Con certeza, los todopoderosos
dueños (apellidados Ponte, Ximénez, Lugo, Coba, Valcárcel, Soler o Gordejuela) nunca
caminaron entre Chindia y Teresme, al borde del barranco de Guaría, por las
chapas labradas de Iserse o debajo de Tágara, sorteando los miles de muretes
que festonean el paisaje crudo y espléndido de esta zona. No sabrían de las
excelencias del fondo de un barranco donde reluce un chaboco, de los nateros
donde plantar un castañero, o del pequeño y misterioso ere que da de beber a
las cabras.
Tampoco yo sé mucho de todo eso,
pero me dejo acunar por la canción de un viejo círculo de piedras por si me
regala el eco de un eco. Entro en una casa de esquinas recias, me siento en un
goro o en el poyo al pie de la puerta. Unos y
otras me enseñan una vez más de la vida que pasó, esa que nos envía un soplo de
energía si estamos en disposición de apreciarla.
Texto y fotos, Virginia