-Y ahora vas a la venta de Seña
Angela y le pides dos cabezas de ajos, una manilla de plátanos y un par de
estropajos.
Allí iba yo, obediente a realizar
el mandado de mi madre, con la cestita adecuada –las tenía ella de todas clases
y tamaños-, salía por la portada, pasaba por delante de La Casona y luego al
lado de la iglesia; cruzaba la antigua y ya perdida plaza empedrada y en un fisco
más de camino estaba en la venta de mostrador raspado con lejía y vetas
remarcadas.
Seña Angela era de una lentitud
proverbial, daba unos pasos y cogía los plátanos, los pesaba en aquellos
artilugios de platillo reluciente y fiel rojo que parecía no iba a pararse
nunca. Luego, con andar cansino de anciana, iba a buscar los ajos y aunque el
estropajo quedara cerca, retornaba a cogerlo, desprendiéndolo de una ristra con
forma de collar y forrados de un papelillo ligero.
Sumaba luego con la
tranquilidad de no tener que hacer ninguna otra cosa importante, apuntando unos
números grandes e inclinados y revisando la cuenta dos o tres veces. A pesar de
su pachorra, era cautivador entrar a comprar algo, y todos esos flecos que
cuelgan en mi memoria de aquellos momentos infantiles, flotan puros aún.
Parecidas sensaciones tuve hace
poco en Oporto, cuando fui encontrando por las callejuelas de la ciudad (que me
hechizó desde que bajé del tren en la vistosa estación de San Bento) con
tiendas y pequeños comercios que me recordaron aquellos encargos maternales.
Habitáculos
con frutas y verduras atendidos por mujeres con delantal y silla en la puerta.
Una tienda de botones, miles de botones, más de los que haya visto en cualquier
sitio. Un comercio solo para suelas de zapatos, con un mostrador de madera,
curtido por manos, monedas, y es posible que hasta por fregondeos de lejía como
los de Seña Angela. Otro con variadas clases de piel y cuero.
Una familia que
regenta una minúscula fábrica donde colocan filamentos a cepillos, escobas,
brochas, escobillones, pulidoras. Ventas con estanterías viejas e irregulares,
cestas con productos del campo, golosinas en un rincón, despacho de oporto en
una mesita. En el mismo centro antiguo, una tienda con calderos de aluminio,
sartenes, quinqués, rollos de cuerda, trampas para ratones. Señoras a punto de
decirme:
- Dile a tu
madre que me trajeron pescado salado del bueno. Y yo casi por contestarle: -
Gracias, se lo diré.
Los mandados de mi niñez los reviví en Oporto, tal cual los
hubiera realizado allí de pequeña, cuando solo mi cabeza asomaba por el
mostrador y el mundo era tan chico que cabía todo dentro, como las ventas de
antes, de esas que aún quedan al borde del Duero.