viernes, 16 de diciembre de 2016

Oropel



Era el domador lo más fiero del circo: corpulento y macizo como un Hércules, de reluciente mostacho húngaro y unas botas casi de la Gran Guerra. Su aparición en la pista dejaba callados a los espectadores y temblando a los felinos. La melena más imponente de cualquiera de aquellos reyes de la selva no era comparable al bigote inmenso y poblado del domador. 
Tenía prestancia de cosaco orgulloso, y los botones dorados sobre la casaca roja, unidos a los ribetes brillantes en el ropaje, le conferían una luminosidad cautivadora. Con el látigo daba unos trallazos que removían la carpa, los postes y las gradas.
Las fieras, temblorosas, atravesaban el aro de fuego o subían a las menudas sillas con la parsimonia exigida, obedeciendo sin atisbo alguno de rebelión.

Cuando terminaba la función, el domador dormía plácidamente en la caravana, ajeno a rugidos, sangre, garras y colmillos,  rodeado de sus animales preferidos, los suaves peluches recolectados en sus giras por el mundo.





Texto y foto, Virginia