En mis años chicos, La Laja era un mundo de charcos, bucios escondidos,
cangrejillos ermitaños, burgados de caparazón enroscado. Íbamos a La Laja
cuando no había cemento, ni barcas, ni tampoco colillas. Metíamos las manos en
los huecos festoneados de mujos por ver si éramos más listos que las fulas o
los pejes verdes, con la ingenuidad de la infancia, con la misma ingenuidad con
la que cargábamos un mirafondo presumiendo de conocer algo de la pesca y sus
artes.
Vista desde la terraza de mi
casa, La Laja era a marea llena como el lomo de una ballena varada en la
orilla. Con la bajamar, parecía más bien una tortuga, de bordes ocres, blancos
y marrones, un bicho enorme y paciente, anclado allí para recorrerle la piel de
basalto que nos ofrecía, a tramos lisa, a tramos erizada y siempre reluciente.
En la punta, el mar se revolvía
amenazante y dejaba ver unas algas como cabelleras pelirrojas. Esas algas nos impregnaron de un aroma oceánico que, sin
percibirlo, cruzó la piel para alojarse en un lugar profundo ya para siempre.
Quiero pensar que los niños que una
tarde columbré en esa esquina marina con sus cañas y aparejos, también saben de
los charcos y de los peces, de burgados y de erizos. Y del olor que, como a mí,
se les quedará en algún lugar cercano al corazón. El olor de La Laja.
Texto y fotos, Virginia