domingo, 15 de octubre de 2017

Santa Catalina


Las campanas tocando a misa, a entierro, al ángelus. La calle sin coches donde jugaba la mayor parte del tiempo con mi hermano y sus amigos, porque niñas casi no había en los alrededores. El barranco que me aterrorizaba cruzar (siempre esperando que saliera uno de de esos personajes oscuros y canallas con los que nos asustaban en la infancia), hendía la huerta a la mitad: a un lado, las peras, las uvas, la higuera, las ciruelas rojas; al otro, el moral, los naranjeros, el zapotero, las naranjas agrias, las ciruelas como soles, los nispereros que me servían de atalaya. 

La torre de la iglesia, con sus huecos abiertos por donde cruzaban las palomas. La iglesia, la rica iglesia de Santa Catalina que da nombre al barrio de mi infancia y juventud, con las piedras chasneras bien barridas, sus retablos magníficos, las imágenes de un santoral del que me sabía sus andanzas y milagros; el coro y los sitiales incómodos, las antiguas pilas de agua bendita, las cortinas negras en Semana Santa (“no se puede cantar que Cristo está muerto”), los bancos duros y el reclinatorio que hacían la misa más larga de lo que en realidad era (“mamá, ¿cuándo se acaba?”), la plata de allende los mares, la imagen que lloró, la santa con la rueda de su castigo.
La plaza divinamente empedrada y con una inclinación perfecta, donde las ovejas –lánguidas como son ellas- mordisqueaban las pequeñas hierbecillas, el arco de La Cimbre, las tardes por esos andurriales del barrio; en una venta, el chicle bazooka, en la otra, chochos, y las botellas de sifón en la que estaba cerca del cementerio -¡ah, cuántos secretos en el camposanto que transitaba casi como si fuera una calle más!-, todo tan fácil, todo tan familiar, todo tan sano.

La casa grande, los patios, las uvas repisadas, las gallinas y sus aspavientos psicóticos, los tímidos conejillos, el cochino que se dejaba acariciar, la vaca insaciable, los camiones de caña de azúcar que pasaban de vez en cuando y allí había un chiquillo dispuesto a subirse y tirar unas cuantas que recogíamos con la ilusión de lo dulcemente prohibido.
Los juegos hasta la hora convenida (“a la Oración los quiero aquí!”...¡cualquiera se escarpeaba ni un minuto, tocando la primera campanada de la tarde noche, allí estábamos!), daba igual donde hubiéramos ido, lejos, cerca, solos, a casa de los vecinos, en bicicleta o en patineta, lo importante era llegar en el momento justo.
Una infancia feliz en un rincón del hermoso Tacoronte, un rincón que, según las crónicas, fue el origen del pueblo, allá a principios del s. XVI, fundado por el portugués Sebastián Machado.

Son mis recuerdos un escenario variopinto de gentes, lugares (como los veranos inigualables en El Pris, en la casa que levantó mi abuelo y que luego mejoró mi padre, sin luz, con agua escasa: “échense este cubo de agua por encima pa’ que se quiten la sal”, decían mis hermanas), vivencias, emociones. Un abanico que, al agitarlo, evoca una época largamente pasada, pero rica en aprendizajes y experiencias. Al escribir estas líneas, casi puedo tocar las piedras de la plaza, las maderas de tea de las puertas de la iglesia, calientes al sol vespertino, las tuneras del barranco, los boliches de barro; oler la flor del azahar, el incienso de las procesiones, el estiércol de las gallinas, los mujos en la marea baja, los hinojos rebosando en la cesta pedrera.

Fui muy afortunada, lo sé, y he de agradecerlo siempre.
























Texto y fotos, Virgi

15 mayo 2017