miércoles, 9 de agosto de 2017

VOCES XXV

El hombre andaba siempre como extraviado, con una cadena colgándole del totizo, un sombrero negro mareado y una hondilla con falta de alañar donde, con más frecuencia de la que era menester, la gente dejaba caer alguna que otra perrilla, y en el mejor de los casos, hasta una peseta. Alegantín como él solo, si le daba la venada, se encasquetaba el terno nuevo y se ponía a discursiar en medio de la plaza, hiciera frío o calor, hubiera gente o no. Flaco como los guirres y ágil como un folelé, se escarranchaba otras veces en esa misma plaza durante horas, mientras se entretenía pintando en una libreta vieja con unos creyones gastados y mugrientos. Daba algo de revoltura cuando pasaba días y días sin bañarse, ¡menudo atrabanco!, decían unos, ¡malimpriadito muchacho!, decían otros.

Lo cierto y seguro es que listo sí que era, como una tea; tanto, que dicen que perdió la cabeza de tanto matraquillar con los estudios y se le fue el baifo; o más bien, se eschavetó pa’ siempre. Reburujaba nombres, apellidos, lugares y fechas con una facilidad pasmosa y aunque era un pidión sin necesidad, la gente le daba algo, por no verlo amulado. Tenían sus padres una casita cerca del mar y unas veces se empericosaba en la escalera de la azotea y se mandaba desde allí sus monsergas y otras se sentaba a la fresca, en un banco al soco del viento donde seguía con sus pinturas, pachorrento y ensimismado, sin atinar a quien pasaba, así fuera un anciano, un quíquere desorientado, el camellero con arena de la playa o un monifatillo consentido. Eso sí, el tanganazo bien que se lo ajeitaba a media tarde sin decir ni mú. Ni resuello cogía, el condenado.









Texto y fotos, Virgi