Desde la ventana desguarnecida solo se divisan las ramas que sombrean lo que fue un hueco con espléndidas vistas. Sin alongarse mucho, descansando sobre los asientos de riñón de los que todavía observamos los restos, se contemplarían hace ya un tiempo, los pajeros al pie de la vereda, la era más abajo, y al fondo, el soberbio Roque del Sombrero.
Ahora, sin embargo, nos rodean paredes caídas, vigas desnudas, tejas sembradas por un lado y otro.
Ante un amplio lavadero, podemos imaginar la de gentes que allí hubo, plantando trigo y centeno en las innumerables terrazas que rodean el caserío. “Tierras de pan sembrar” las llamaban, repletas de cereales como base alimentaria y algunas veces también usados como moneda de cambio.
La vida que tuvo el caserío de Magro palpita levemente en los dinteles gastados, las piedras labradas junto a la puerta, los patios con tabaibas y maravillas, las alacenas medio derrumbadas. Y en las cabras y ovejas asalvajadas que nos miran desde lejos, triscando entre andenes, piteras y palmeras.
No deben conocer que somos herederos de quienes vivieron en un paraje de belleza inigualable, sorteando riscos y barrancos, a merced de lo que la naturaleza quisiera entregarles. O quizás nos ven con indiferencia, sabedoras de que no hemos aprovechado tan grande y valiosa herencia.
Texto y fotos, Virginia