Veníamos de las extensas llanadas de Alajeró, donde a finales de los años cincuenta la familia Rodríguez López habilitó el aeródromo de El Revolcadero –elemental pero muy práctico- para sus iniciativas agrícolas e industriales.
Mucho más arriba de la pista de aterrizaje que todavía se aprecia y luego de haber atravesado numerosos bancales -en su momento dedicados al cultivo del tomate- y algún que otro inmueble apartado y sin uso, entramos en lo que fue una carretera de tierra, transitada en aquellos años por camiones y seguramente algún otro tipo de vehículo. Va a morir un buen rato más tarde en la que sube desde Playa Santiago a Alajeró, a la altura de un lugar llamado La Roseta.
Aunque no tiene muchos kilómetros, recorrerla es una experiencia inolvidable. Trazada con gran inteligencia, aprovecha una veta de tosca rojiza atrapada entre capas de basalto, al tiempo que el material extraído (bloques y pedruscos de diferentes tamaños y formas) se utilizaba para levantar los muros de contención de la propia obra, al borde del Barranco de Erese, uno más de los espeluznantes cauces de La Gomera.
Inteligencia de quienes la pensaron, ciertamente. Y sin duda, muy sacrificada para los que picaron, cavaron, transportaron, levantaron piedra a piedra las paredes que apuntalan la vía. Al filo del precipicio, el rojo del material pinta el basalto y también le daría algún color a las penalidades de quienes la construyeron. Es ahora un camino algo transitable en pocos tramos, y en otros, casi una barranquera.
A medio camino, una pequeña capilla incrustada en la tosca nos cuenta de una muerte. Bajo los riscos, alguien no tuvo tiempo suficiente para ver el recorrido terminado. Otros sí lo vieron. Algún día me gustaría saber con cuántas dificultades lo consiguieron.
Estremece la dilatada vista, el corte abismal del barranco, la línea terrosa que se abre a duras penas. Una labor imponente que deja una huella certera.
En los secarrales del sur de La Gomera, un camino se abre paso, el mar detrás, el bosque lejos, a un par de kilómetros la única caldera rotundamente visible que existe en la isla. En un recodo, unos pocos bancales se ven cuidados, con un espectacular roquedal encima de nuestras cabezas, por donde asoma alguna que otra tabaiba y unos balos de florecillas como bomboncitos blancos brillantes al sol.
A nuestra derecha, el hondo cauce intenta desviar nuestra atención, con su eco lastimero y sus grutas escondidas, muriendo con suavidad en una playa de arena negra y callaos grises, lamida una y otros por las tímidas olas sureñas.
La Pista del Revolcadero también aguanta, no pueden con ella ni el barranco ni las derriscaderas, se mantiene indemne, a la espera de alguien que la atraviese y se admire de su entereza.
Texto y foto, Virginia