Uno de los mayores atractivos que le encuentro
a La Gomera es poder contemplar las extensiones sureñas
de terrazas infinitas. Me subyugan esos paisajes que durante siglos
produjeron cereales y granos, gracias a la mano de mujeres y hombres que entendían
de estaciones, lluvias, vientos. Gentes sufridas, trabajando de
medias, sin contratos, derechos ni gratificaciones, que cultivaban grandes terrenos
en condiciones penosas.
Una sola mirada a cualquiera de ellos me resuena en algún lugar profundo, una campanada distante pero siempre rotunda, llave que abre con ligereza mi imaginación para verme caminándolos en tiempos pretéritos, de modo y manera que fuera yo una campesina cargando una mula o asocada bajo un risco mientras pasa una tormenta. Entre los trigales dorados, sobre los muretes llamando a un niño, en la era aventando la paja o desgranando garbanzos y judías.
Estas lomadas que fueron transitadas durante
siglos, están al sur entre barranco y barranco, interfluvios planos con una
ligera inclinación hacia los acantilados. Las miles de terrazas que
acogen fueron así dispuestas para lo que se nombra como "tierras de pan
sembrar" y pulsan cuerdas sensibles cuando entran por mi retina.
Tanto, que quisiera conocerlas todas, las de Seima y Morales, Arguayoda, Tecina
y Santiago, la Dama y la Mérica, El Revolcadero, Antoncojo y otras muchas.
Terrazas de paredes centenarias, pequeñas, trabajadas por manos rudas, bajo un sol continuo. Piedras y piedras y otra vez piedras, colocadas de tal forma que vistas desde el aire forman líneas extensas solo rotas cuando el terreno sube o baja y entonces los muros han de adecuarse a su morfología. O quizás se rasga la linealidad por una era, un pajero medio derruido o un camino por el que circulaban gentes y bestias en épocas pasadas.
Las lomadas poseen un imán irresistible, me
llaman a recorrerlas, a echarme en las lajas brillantes o sobre la tierra
polvorienta. Me seducen para conocer sus nombres, quiénes las sembraron y por
qué tristes razones hubieron de abandonarlas. Los bancales sin fin tienen
historias infinitas, aunque nosotros sólo veamos montones de piedras,
hierbajos, canales secas por donde se deslizan los lagartos.
Algo habré vivido en existencias anteriores para amar a primera vista cualquier campo desierto que me tropiezo, como las lomadas extensas, cálidas y soledosas de La Gomera, donde la vida se sembró y aunque no brotara siempre con generosidad, ayudó a sobrellevar la más que sobria vida del campesinado gomero.
Texto y fotos, Virginia