Las sombras de aulagas, algún
cardón, tabaibas, pequeñas magarzas, balos, cerrillos y jaras blancas, lamían
el sendero. El sol, con sus fauces de fuego, se alzaba sobre el mar, y la
mañana despejada crecía sin tardanza. El camino era un goce y una pena. Un goce
por pasearlo primoroso, de urdimbre certera, piedra a piedra encajada desde
siglos. La pena aparecía presta, al ver tramos de paredes caídas, trozos
despojados de las piezas que fueron colocadas con gusto y saber antiguo.
El sendero va desde Villa de
Arico a El Río y no alcanza los seis kilómetros, con bajadas, llaneos, repechos
y cruces de barranquillos y barrancos como el de Guasiegre, luminoso cauce de
plata pulido por aguas milenarias, con nombre evocador de reminiscencias guanches.
Cruza huertas
ahora baldías, con alguna higuera desangelada, muretes llamativos de tosca o
piedra chasnera y atarjeas despeluzadas, a ratos de trechos enteros, bien
empatadas las toscas labradas, y otros, de pedazos rotos y desperdigados.
Campos labrados con trabajo poco gratificado, escasa agua y demasiado sol. Una
labor ya olvidada, como olvidado el trabajo ímprobo de los caminos reales o de
herradura que cruzan esos eriales donde antaño hubo cochinilla, papas, tomates o
tabaco.
Si podría ser más comprensible el
abandono del campo, no lo es el de los viejos senderos que bordan de piedra el
sur de la isla, ese encaje minucioso que muere por ignorancia, desidia,
abandono. Un patrimonio considerable por su extensión y hermosura, que
languidece sin que las instituciones reparen en su valor, mientras las piedras
colocadas hace siglos van rodando lentamente, alejadas para siempre de las
manos que las colocaron con paciencia y sabiduría amorosa.