martes, 10 de julio de 2018

ALCOBAÇA


La hermosa abadía de Alcobaça, deslumbrante en su sencillez, encierra una curiosa historia de amores, traiciones, muertes y venganzas. Es una bellísima construcción considerada la primera obra gótica en Portugal. Fue comenzada en 1178 por los monjes cistercienses, con un interior blanco y luminoso, exento de adornos y altares, donde destacan las tumbas primorosas del rey Pedro de Castro y su mujer Inés de Castro, una enfrente de la otra, bajo el crucero.


Estaba casado Pedro, hijo de Alfonso IV y heredero del reino, cuando se enamoró perdidamente de una dama noble acompañante de su esposa. Al morir ésta de fiebres puerperales, después del nacimiento de un tercer hijo, el infante e Inés consolidan su relación, teniendo cuatro descendientes a lo largo de una década. Deciden entonces desposarse en secreto y así lo hacen, pero el rey, al enterarse y temeroso de la influencia española de su nuera –gallega por más señas-, ordena matarla. Esto hace que el príncipe (futuro Pedro I de Portugal)  se enfrente al padre durante un tiempo, y cuando hereda el trono, lleva a cabo una hazaña, que aunque envuelta en leyenda, tiene un romántico atractivo: exhuma el cadáver de Inés, lo sienta a su lado en el trono y hace que los súbditos le muestren sus respetos. Antes, ya había perseguido a los nobles que se habían encargado del crimen, y los asesina, arrancándoles el corazón.
Aún cuando no se sabe lo de cierto que hay en la historia, labrada grandemente de leyenda en lo tocante al besamanos, lo que sí es real e imponente son los dos sepulcros conservados en la abadía y a donde irremisiblemente se dirigen los pasos, entre la curiosidad y la escasez casi espartana de la iglesia, elegante como toda obra del Císter. Consta también la abadía (cuya fachada fue remodelada siglos más tarde) de otras impresionantes dependencias, como el Claustro, el Refectorio, la Sala de los Reyes y la extraordinaria Cocina de los monjes, alicatada de azulejos portugueses y con unas chimeneas grandiosas, así como una novedad muy práctica: un pequeño brazo del cercano río Alcoa fue desviado para que pasara por ella y poder disponer de agua en la propia cocina.
Un edificio imponente y con una atmósfera tan mística que nada más entrar, algo toca en nosotros. Cuando hace más de veinte años la visitamos, nos invadió esa sensación de espiritualidad de los sitios especiales, una vibración sutil que entra por poros ignotos. Nos duró la impresión el tiempo de la visita, pues al salir, la realidad trajo un regalo bien original.
Se celebraban en las inmediaciones dos bodas, cada una con su estilo, cada una con su carga cultural y sus fetiches característicos. Una, la boda de una pareja blanca, de coche antiguo, música clásica, lujos europeos, mujeres de pamela y hombres con chaqué. Otra, la de una pareja negra, con un auto viejo empacado de paja y enredaderas, renqueante pero divertido; chicas con colores llamativos,  caballeros de trajes blancos impolutos, ritmos africanos.





Salíamos de una historia de ocho siglos y nos encontramos con otra, moderna e inclusiva. Dos casamientos ruidosos, distintos, vibrantes, nada de secretos, muertes ni venganzas.
La historia se repite de una forma u otra, pero por fortuna, el amor nunca termina. Y Alcobaça, un lugar formidable para rubricarlo.


Texto y fotos, Virgi