Distinguido y algo rebelde,
Robert Blum pintaba escenas orientales en su NY natal, con un dominio celebrado
en los círculos donde se movía y dentro del interés que paralelamente, en
Europa, mostraban por las estampas japonesas pintores como Van Gogh, Monet o
Whistler.
Miembro de la pequeña burguesía y de
ascendencia germano hebrea, desde pequeño le atrajo el siempre cambiante
colorido de la paleta. Vibraba la luz en ella y Robert se dejó bañar por su
fuerza.
Cuando tuvo ocasión de cruzar
el océano, renovó su atracción por la luminosidad que desprendían lugares como
Madrid o Toledo. Aquí, en compañía de su amigo, el artista William M. Chase,
Robert Blum descubre a Velázquez y El Greco.
Más tarde, es precisamente el
compañero de su viaje a Toledo quien lo retrata, influenciado por lo aprendido
del pintor cretense y de obras como El
caballero de la mano en el pecho o Jerónimo
Cevallos. La mirada penetrante, el cuello blanco y el fondo oscuro nos
hablan de esa impronta.
Pero lo que me cautiva por
encima de todo, es el flequillo descuidado, al desgaire, una pequeña brecha por
donde también entra lo que contemplan sus ojos. Un espacio abierto al
aprendizaje y quizá también al asombro de comprobar que la luz y el color están
por todas partes, sin distinción de lugares, épocas o estilos.
Para mí, el retrato que de él hizo
su amigo, tiene un imán tan potente como esos ojos que parecen salirse del
lienzo. Es el fleco abierto, cortado con escasa simetría, como un remolino al
viento, dejando que a su alma de pintor lleguen los efluvios del Tajo y los
colores verdes, carmesíes y plata que El Greco echó a volar y aún hoy, siglos después, flotan sobre la ciudad.
Retrato de Robert Blum, 1888
William M. Chase (1849-1916)
National Academy Museum, Nueva York
Street Scene in Spain, 1882
Robert Blum (1857-1903)
Autorretrato, 1883
William M. Chase (1849-1916)
Colección privada
Texto, Virgi