lunes, 24 de junio de 2024

Desaliento

 

Detenido en el umbral, se apoya en una de las jambas, está cansado y olvidó las llaves en un lugar que no recuerda. Piensa cuanto tiempo ha pasado desde la última vez que alguien le abrió la puerta, ahora sólo él está fuera, un sitio que ni reconoce. 

Dentro, espejos mohosos, ventanas desguarnecidas, motas de polvo danzando sobre el piso. Tendrá que volver otro día, cuando le confirmen si en verdad esa es su casa.




Texto y foto, Virginia

jueves, 13 de junio de 2024

La Plaza


Sí, estuve en la Plaza de Leyva. La plaza más grande de Sudamérica, rodeada de edificios coloniales y pavimentada con cantos ocres y grises. Bajo los arcos, contemplé la fila de piedras que la recubren, con una fuente estilo mudéjar en el centro, usada para aprovisionar de agua a la población.



Caía la tarde y tomaba un milhojas con arequipe, entretanto las nubes grises no conseguían taparla del todo, tan grandiosa es. Desde un lado al de enfrente, circulaban perros, palomas y monjas, niños regresando de la escuela, parejas haciéndose carantoñas, unos pocos turistas tomando fotos. 

 



Sí, estuve en Leyva, de tejas árabes y balcones canarios, portalones con escudos de armas y una bandera ondeando al aire. Y ya fueran ratos soleados como pasados por agua, nada me hizo desistir de pisar los adoquines, yendo de canto en canto como cuando recorro los senderos de mi isla. Me venían recuerdos de infancia en una plaza (minúscula, en comparación), también empedrada, donde ovejas y cabras mordisqueaban con fruición las hierbas de las ranuras, mientras el pastor dormitaba en los escalones de la iglesia. Aquella desapareció, pero la de Villa de Leyva se mantiene después de cuatro siglos largos y yo la cruzo una y otra vez, de arriba abajo, de Oriente a Occidente (como se dice en Colombia), cautivada por un espacio fascinante.



 

La Villa con su plaza está allí desde que la fundaron en 1572, esperando por quienes sorteamos un océano sólo por caminarla y sentarse en una esquina. También está para muchos que no van desde tan lejos, pero la admiran igualmente. Unos y otros nos dejamos embaucar por sus encantos, sin atinar cómo se ha logrado mantener tal tesoro. Y así seguimos, dando vueltas a la cuadrícula, sin que nos afecte ninguna otra cosa, sólo el placer siempre renovado de vernos en lugares de ensueño.




Texto y fotos, Virginia


Villa de Leyva, Colombia

sábado, 8 de junio de 2024

 

No tuve que hacer nada. Ni sacar los pinceles ni las pinturas, montar el lienzo, prepararlo. Nada. El cuadro estaba allí, frente a mí.

Tal cual, me lo traje.


Texto y foto, Virginia

Pared en Cartagena de Indias

lunes, 3 de junio de 2024

 

La quietud de Barichara



 

Canta un gallo muy cerca y algún otro más lejano. Son las cinco de la mañana y espero que amanezca para deslizarme por este pueblo/tobogán.

Subidas y bajadas, badenes imposibles, una catedral de vistosa cúpula, tremendas lajas cubriendo las calles y muros de tapia pisada. Marrón, blanco, azul y verde, el delicioso pueblo de Barichara se encuentra a varias horas de cualquier ciudad colombiana importante. 


 

Pero vale la pena emplear el tiempo en llegar a este rincón inesperado, pulcro y auténtico. Familias sentadas en los zaguanes al anochecer saludan como si fuéramos de al lado, tiendas donde entrar aunque no compremos, con anaqueles impolutos, como los techos y los muros.



 

A Barichara hay que ir sin miedo a las pendientes. Allí, o subes o bajas, no hay otra. Arriba del todo, el curioso cementerio y la iglesia de Santa Bárbara, de piso también inclinado. En medio, la catedral de la Inmaculada y San Lorenzo, satisfecha del altar forrado con laminillas de oro. En la parte baja, el Puente Grande, por donde dicen pasó Simón Bolívar en sus campañas independentistas. Del lado oriental (los majestuosos Andes nos recuerdan este punto cardinal), el camino de Guane, primitiva senda indígena de Interés Cultural.

 




Abrazando estos bienes, el pueblo se organiza geométricamente, herencia de los colonizadores españoles, pues a pesar de los controvertidos datos fundacionales, sí es seguro que Francisco Pradilla y Ayarbe (quien, curiosament, se ocupaba de enseñar las primeras letras a las criaturas del incipiente poblado) tuvo la iniciativa -a mediados del s. XVIII- de comprar los terrenos donde alzar el templo principal.











En dialecto guane, Barichara significa “descanso”, que es justamente lo que se percibe. Y un respeto inusual al medio, conservando la forma original de construcción, la no contaminación acústica, el soterrado casi total de cables, los talleres de piedra o tintes para mantener el colorido de las paredes.










Aún con los pocos días de estancia, salimos enriquecidas. Los gallos que nos despertaban eran parte de una vida pacífica, natural como el verde de los alrededores, y por las travesías de tobogán andábamos con tranquilidad. 

No sé si algún día volveré. Pero desde ya le presento mis respetos a este pueblo de Colombia, más sensato que tantas urbes arrogantes.

 

Barichara, ejemplar y hermosamente sencillo.






Texto y fotos, Virginia