Viví unos años en un país de lengua extraña y signos indescifrables. Sólo pude aprender algunas palabras, todavía recordadas. Era difícil comunicarse y aun así tuve relación con un vecino que casi no hablaba. Yo, por ignorancia y timidez. Él, tanto por su carácter, como por un complejo de joroba que intentaba disimular con un aparatoso abrigo.
¿Qué nos unía, entonces? La contemplación del mar. En esos momentos, el horizonte se nos acercaba y fluía una conversación tan inusual como prolífica. Hasta que un día, inesperadamente, me mostró la aleta caudal que le recorría la espalda. No pude menos que descalzarme para que viera como mis pies se iban palmeando como remos. A partir de ahí, el diálogo se enriqueció y el mar fue nuestro.
Texto y foto, Virginia