viernes, 24 de junio de 2022

Coleccionista

Tenía la costumbre de mirar el suelo rastreando pequeños tesoros. Todo era un asombro: una piedrecilla diferente a otras, la raíz seca de un arbusto, una moneda deforme, el resplandor inusitado y fugaz de un cristal, una pluma sin origen, cualquier trozo de alambre oxidado  con forma caprichosa. 
Así llegó a conseguir un sestercio romano, el pie derecho de un idolillo inca, una perfecta punta de lanza, tres trozos de brillantes azulejos árabes, un ladrillo del anfiteatro que visitó de joven, un escarabajo egipcio. Cargaba con estas alhajas y en casa las limpiaba, las pulía, las etiquetaba, inventaba vidas para ellas en fichas y repisas. 

A su muerte, su colección era tan vasta y su deseo de ser incinerado junto a ellas, tan firme, que hubieron de quemar la casa con él dentro.
La urna con las cenizas ocupa ahora un lugar privilegiado en el museo de la ciudad.  

Texto y foto (Museo de Halle, Alemania), Virginia